El Mahler de Harold Farberman
>> miércoles, 30 de septiembre de 2009


Entre los «discípulos» históricos, en diferentes «oleadas», tenemos desde sus alumnos directos como Bruno Walter y Otto Klemperer, hasta adalides que debieron tocar y tocar para imponer su música (Willem Mengelberg, Herman Scherchen y Dimitri Mitropoulos), hasta llegar a Leonard Bernstein, director apasionado y desbordante que llevó a Mahler a los oídos de medio planeta. A él se acoplaron luego —en distintos estilos y épocas— nombres como los de John Barbirolli, Bernard Haitink, Claudio Abbado, Rafael Kubelik, Klaus Tennstedt o Eliahu Inbal, a quienes puede adosárseles sin duda el mote de «mahlerianos».
De todos ellos —de la mayoría de los nombrados, al menos—, tenemos un puñado de grabaciones sin duda referenciales de las obras de Mahler. Sin embargo, también tenemos la suerte de contar con registros imprescindibles de nombres no tan rutilantes o menos relacionados, a primer golpe de recuerdo, con el genial músico y director.
Ni siquiera cuando el sello Vox reeditó estas grabaciones, a una década y media de su realización, el Mahler de Farberman gozó del predicamento que, sin embargo y de a poco, se le fue dedicando cuando eminentes mahlerianos, entre ellos el español José Luis Pérez de Arteaga, llamaron la atención sobre estas lecturas.
¿Qué tiene de especial este Mahler? Primero, que Farberman es un director en principio nada «objetivista», aunque sus decisiones parezcan, en el fondo, apuntadas a llevar la expresividad de las obras a un máximo nivel ideal que el compositor, acaso, habría deseado. Lo que atrae de sus lecturas a primera oída es la elección de tempi muy lentos, más que los de Barbirolli, otro que supo entender a Mahler desde el discurso amplio y completamente ajeno al arrebato de un Scherchen.
Con Farberman tenemos, por ejemplo, las versiones más lentas (o casi) de la Primera, la Cuarta y la Quinta sinfonías. En estas tres lecturas siempre hay rasgos originales: la «Titán» emerge de las brumas, más «brucknerianamente» que nunca, en el primer movimiento. Se exprime a sí misma en el movimiento final, haciendo que las cuerdas de la Sinfónica de Londres suenen como, creo yo, pocas veces han sonado. En la Cuarta, si es la más «haydneana» de todas —al decir de la propia Alma Mahler—, Farberman no lo entiende así. Su concepto es netamente moderno y para nada inocente. En la aparente alegría y brillo de la partitura, el maestro estadounidense encuentra mucho más que un optimismo vacuo. El Ruhevoll, por ejemplo, es un adagio doliente y romántico. El último movimiento es especial. Como se sabe, está escrito para orquesta y soprano. Al estar concebido como un canto de quien contempla «la belleza celestial», algunos han elegido cantarlo con niños soprano: es el caso de Benjamin Zander, Leonard Bernstein y Anton Nanut. Mas Farberman lo pone a cargo de Corinne Curry, una mezzo soprano de gran ductilidad para esas notas tan alejadas a su registro, pero que con su voz le otorga un toque de oscuridad y amarga resignación al Lied. Recuérdese que, con esa concepción, Bernard Haitink —para la versión en las Kersmatinees— eligió a una soprano-mezzo soprano como Maria Ewing y luego David Zinman haría lo mismo con Luga Orgonasova y la Tonhalle Orchester Zürich.
En cuanto a la Quinta sinfonía, de la que ya hemos hablado, tenemos en ella a un Farberman que ofrece una versión avasallante por su peculiaridad, densa y poderosa, de esas ante las que es imposible quedar impávido.
Con la Sexta, y para coincidencia de muchos, Farberman llega a su cúspide mahleriana, dándonos (creemos) la mejor versión de todas las grabadas, y que ya ha sido motivo de elogios de quien esto firma.
Con la Segunda, en cambio, Mr. HF está al frente ante una orquesta menos brillante, como la Filarmónica Real. A pesar de ello, y aceptando que en el nivel general podría no ser tan excelsa como las otras grabaciones, hay momentos inolvidables en esta versión. El primer movimiento es un verdadero desafío al oyente: se desarrolla con gelidez y, de a poco, va mostrando arrebatos contenidos ante la muerte del Titán de la Primera (si es que eso representa esta marcha fúnebre). Luego, Farberman avanza en la obra como si siguiera ciertamente un guion, que arriba con impresionante firmeza hasta el Ulricht, cantado aquí por Helen Watts y que es, muy probablemente, el más conmovedor de cuantos hay registro. El Final no se queda atrás, y en los segmentos de percusión, por ejemplo, Farberman muestra que ha tenido en sus manos las baquetas de los timbales alguna vez, porque consigue tramos de insospechada intensidad.
El momento en que Farberman graba la Décima es bien diferente al que lo encontró cuando grabó las otras sinfonías. El maestro ya ha conducido muchas orquestas, y si bien su experiencia es amplia, no tiene la oportunidad de contar para esta grabación con un ensamble prestigioso, como había sucedido con sus otras sinfonías de Mahler. Por eso entra a estudios con la Philharmonia Hungarica, conjunto alemán que se disolvería poco después, y consigue lo que es su despedida de los registros mahlerianos.
Por ese entonces, los rasgos que hemos destacado y elogiado de la concepción de Farberman de la partitura (el crítico Victor Carr hablaba de su «sensibilidad y vívida imaginación») han mutado. Increíblemente, Farberman ha dejado de opinar que «a Mahler se lo tocaba muy rápido» y ahora se ubica en el polo opuesto. Esto se demuestra con un Adagio que lejos está, por ejemplo, del Adagietto de la Quinta que competía en expresividad (y hasta superaba) al de Bernstein con la Filarmónica de Viena.
La clave la da Gerald Fox, presidente de los Mahleritas de Nueva York, en las notas que acompañan el CD de la Décima:
«El maestro Harold Farberman, en cuyas primeras grabaciones de las sinfonías de Mahler prevalecían los tempi lentos, ha reconsiderado las cuestiones de pace y tempo en Mahler. Después de algunas investigaciones —primero, las entrevistas de William Maloch con personas que habían tocado en orquestas bajo la dirección de Mahler; luego, el ensayo de Gilbert Kaplan sobre el Adagietto de la Quinta sinfonía, que prueba que el tempo elegido por Mahler para este movimiento era mucho más veloz de lo que muchos directores contemporáneos lo hacen— Farberman se convenció de que los propios tempi de Mahler eran mucho más rápidos de lo que estamos acostumbrados a oír. Consecuentemente, esta interpretación de la Décima refleja ese punto de vista».
A esa sorpresa, sentida por todos aquellos que creíamos haber «calado» a Farberman, se suma el hecho de juzgarlo al dirigir una versión no del todo habitual y de la cual tenemos poca competencia (sólo la han grabado Andrew Litton, David Zinman y Lan Shui). Aun así podemos decir que el director da de sí una lectura simétrica, aunque errática, y de gran entrega. Una versión que, eso sí, se anota como pionera y que resulta una coronación más que digna para un ciclo mahleriano parcial que brilla con luz propia y cuyo mayor defecto es el de no haberse completado alguna vez. Un ciclo tras el cual más de alguno, como quien esto escribe, habráse dado a pensar cuántas versiones «no canonizadas», y no sólo de Mahler, yacen ahí, a la espera de nuestros oídos.



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Mahler - Sinfonía Nº 10 (Carpenter) - Farberman
Gracias, Pablo