Fauré - Réquiem - Giulini

>> sábado, 25 de septiembre de 2010


>>MARTÍN ZUBIRÍA (*)

Desde muy joven cultivó Gabriel Fauré (1848-1924) la música religiosa y ya entonces lo hizo con su precioso Cántico de Jean Racine, op. 11, compuesto en 1865 y dedicado a César Franck. Pero ni sus motetes ni misas, obras de un músico «consciente de su grandeza, que no ha querido convencer al mundo de ella», gozan tanto del favor del público como su Requiem. «Es tan suave como yo», escribió Fauré a un amigo refiriéndose a esta obra, cuyos modelos clásicos, desde Mozart a Cherubini, no le seducían; como tampoco esa imagen histriónica, en el dramático Réquiem de Verdi, de la gente acurrucada de miedo murmurando por la muerte eterna; y tampoco, sin duda, esa ampulosa visión apocalíptica de Berlioz, con sus «fanfarrias trotadoras», que Fauré aborrecía por su patetismo sentimental.
«Mi Réquiem, más que terror a la muerte expresa el sosiego del descanso eterno, tal como yo comprendo la muerte: una feliz redención, una aspiración a deleites más elevados y no un tránsito lúgubre a un sitio desconocido y siniestro». Es un trabajo de serenidad y placidez; la música en ningún momento resulta aterradora; ni siquiera cuando las voces del coro expresan su temor ante el Juicio Final, a pesar de la tensión armónica en el Christe eleison y de que algunas modulaciones extrañas hayan expresado en el Ofertorio, con su firme estructura polifónica, una genuina inquietud al pensar en el dolor del infierno.
«Después de haber tocado tantas veces en los funerales los cantos litúrgicos, que conocía de memoria, deseaba crear algo nuevo». El resultado es una obra que no responde de manera puntual a las exigencias litúrgicas, aunque por una dispensa especial de la interpretó en los funerales del propio Fauré, en 1924.



Del Dies irae sólo se incluyen los dos últimos versículos; el Benedictus se sustituye por el Pie Jesu de la misa para los difuntos, y los dos últimos números, Libera me e In paradisum no pertenecen, en rigor, al texto del Requiem y proceden de la liturgia para la sepultura.
Fauré comenzó a componer su Réquiem en 1887 con la intención de conmemorar la muerte de su padre, fallecido dos años antes, pero se vio obligado a finalizar una primera versión, con una orquesta bastante pequeña, cuando en la víspera del Año Nuevo de ese mismo año murió también su madre. Esa primera versión se escuchó en la Iglesia de la Madeleine de París en 1888, con el propio Fauré al órgano. Sólo 12 años más tarde la obra adquirió la forma definitiva con que la conocemos hoy.
Particularmente revelador de la independencia de Fauré frente a otros compositores del siglo XIX, es la orquestación del Sanctus, de una delicadeza y sensibilidad inauditas. El uso de las voces graves de los instrumentos hace que la entrada del violín logre aquí un efecto sorprendente. Sigue el célebre Pie Jesu, con su inolvidable solo a cargo de la soprano, y en el Agnus Dei la línea al unísono confiada a los tenores es acompañada en las cuerdas por un contratema de claro espíritu bachiano. En la sección central, Lux aeterna, interviene el coro completo para hacer de ella una suerte de núcleo emocional de la obra. El penúltimo número, Libera me, se abre con un pasaje austero y poderoso, para barítono, que anticipa el Stabat Mater de Poulenc. Este magnífico pasaje es repetido más tarde por el coro al unísono. El número final, la antífona In Paradisum, está a cargo de unas voces angelicales de soprano, acompañadas por el arpa, que, al cerrar la obra, despiertan un sentimiento de conmovedora y profunda serenidad.

(*) Escrito para el programa de un concierto de la Orquesta Sinfónica UNCuyo.

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Para conocer esta obra, sugerimos la versión de Carlo Maria Giulini al frente de la Philharmonia Orchestra y el Philharmonia Chorus, en una toma de 1986 editada por DG. Los solistas son Kathleen Battle (soprano) y Andreas Schmidt (barítono). El disco se completa con otras obras de Fauré: Pavana op. 50, Élégie op. 24, Après un rêve op. 7 Nº 1 y Dolly op. 56, todas estas últimas a cargo del Tanglewood Festival Chorus y la Boston Symphony Orchestra, bajo la dirección de Seiji Ozawa.

2 comentarios:

Sergio 29 de septiembre de 2010, 5:50  

incompable interpretación la de Giulini, qué grande!!!

Enrique Arias Valencia 23 de enero de 2012, 20:54  

Me ha conmovido hasta las lágrimas este artículo, pues presenta lo más auténtico de Fauré, no sólo en su Requiem, sino en toda su obra: «Es tan suave como yo». Ésto es filosofía: alcanzar la generalidad, y en esta frase se sintetiza no sólo la obra, sino la vida de uno de los compositores de alma más bella de todos los tiempos. ¡A mi blogoteca!

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